
En las últimas semanas, hemos acompañado varios casos de personas venezolanas que, viajando en grupo familiar o solas, vienen describiendo un itinerario que va desde Perú (donde vivieron un tiempo, variable de acuerdo al caso) y tiene como destino Uruguay. La ruta de su trayecto hasta ese país viene desde Bolivia y pasa por Argentina, y muchas veces incluye la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA).
Las razones para esta estación en CABA pueden ser variadas: su cercanía con Montevideo (capital uruguaya); la posibilidad de llegar a un lugar con mayores probabilidades de conseguir recursos para continuar el trayecto; o quizás alguna expectativa sobre la presencia de organizaciones con capacidad de ayudar y acompañar la finalización de la travesía migratoria. Sin embargo, CABA no es necesariamente más cercana a los puntos terrestres que han estado habilitados en Uruguay para el paso fronterizo. Y en la ciudad aún se sienten los efectos sociales y económicos de la pandemia del COVID-19, así como de las medidas de restricción de movilidad y cese de actividades que las autoridades dispusieron en su momento. Esto último, se traduce en que no sea necesariamente más sencillo ni sostenible llevar a cabo una fase de acumulación de recursos (por muy pocos que sean) para continuar el viaje.
Aunado a lo anterior se suma otro factor. Si bien los esfuerzos de coordinación han sido apreciables y mucho se ha avanzado, sigue siendo un desafío para las organizaciones que trabajamos en el acompañamiento a personas migrantes y refugiadas juntar esfuerzos a nivel micro, del caso por caso o de la atención particular. Aún más, sigue siendo un desafío el diseño e implementación de estrategias conjuntas de atención, adaptables a las necesidades de respuesta ante situaciones emergentes y complejas. Esto último es relevante si se toma en cuenta la creciente desprotección, vulnerabilización y, en resumidas cuentas, discriminación, de la que vienen siendo objeto las personas en situación de movilidad, especialmente las de origen venezolano que se encuentran en tránsito en América del Sur.
Por otra parte, es de notar la forma en que Uruguay se ha configurado como destino deseable para algunas personas venezolanas que vienen describiendo trayectos migratorios terrestres, casi siempre en condiciones bastante precarias. Ha emergido una visión sobre la política migratoria de ese país que tiene dos ejes. Por una parte, una circulación de información de Uruguay como lugar de oportunidades así como de país que ofrece facilidades de ingreso y regularización migratoria. Esto ocurre principalmente a través de redes informales de migrantes (grupos de Facebook o de WhatsApp, conversaciones en encuentros casuales durante el trayecto, etc.). Así, las personas que han llegado hasta nuestra sede relatan historias de un conocido o familiar (no siempre cercano) que ya llegó, que no tuvo problemas para ingresar, que les dice que hay personas u organizaciones que le ayudaron una vez en territorio uruguayo, y que ya tiene resueltos los primeros pasos de inserción sociolaboral.
Sobre esta cuestión, es pertinente advertir la brecha que puede existir entre la realidad concreta y la información que circula por redes informales. Sobre todo con respecto a visiones construidas a partir de generalizaciones de algunas experiencias particulares. También, de la circulación de una visión del Uruguay como destino migratorio reconstruida desde las altas expectativas -sin lugar a dudas legítimas- de personas que vienen atravesando, en su trayecto migratorio, situaciones desesperadas y experiencias de desprotección o vulneración traumáticas. Esto cobra especial importancia cuando se aprecia, como se ha evidenciado en las entrevistas de las personas que atendemos, que el destino uruguayo es relatado en unos términos de idealización casi romantizados o idílicos.
No está demás acotar: el problema acá no es que las personas migrantes y refugiadas construyan y promuevan visiones más o menos adecuadas a las realidades concretas. El problema es sopesar en qué medida ese fenómeno puede llevar a tránsitos migratorios desinformados, inseguros, a cruces fronterizos no registrados (con todas las consecuencias de vulnerabilización que ello representa para quienes migran o huyen) y, en última instancia, trayectorias migratorias con menos condiciones de llegar a ser sostenibles.
Otro factor que ha propiciado la instalación de Uruguay como destino entre la población venezolana en tránsito terrestre reciente, es la referencia a unas declaraciones que habría proferido el actual presidente uruguayo, Luis Lacalle Pou. En medios de comunicación se encuentran alocuciones y entrevistas donde el mandatario expone su intención de flexibilizar los criterios de ingreso migratorio y residencia, en el marco de lo que sería un plan para paliar el estancamiento demográfico de la población uruguaya. Incluso, se encuentran citas donde habría descrito al Uruguay como “un país de brazos abiertos para países que están expulsando a su gente, venezolanos, cubanos y de otros lugares…” (BBC, 20 de enero de 2020).
Ciertamente, el hecho de que un presidente realice expresiones de intención de este tipo puede reflejar una voluntad política (y quizás, un consenso) de alto nivel susceptible de cristalizar en una política migratoria con todo, ya que la mayoría de las referencias encontradas son de cuando Lacalle Pou era presidente electo (aún no había asumido el cargo) y, además, previas a la irrupción de la pandemia del COVID-19, cabe preguntarse en qué medida aquellas declaraciones se han concretado efectivamente en una política migratoria de puertas abiertas, o por lo menos flexibilizada, y aún más, en qué medida esa política estaría diseñada desde una visión de derechos. Después de todo, una política demográfica sustentada en la atracción migratoria debería comprender un acompañamiento institucional que permita la consecución de proyectos de vida sostenibles y dignos para las personas migrantes y refugiadas. Y esto no solo para ser efectiva en tanto política pública sino además para que sea cónsona con una perspectiva de derechos: la atracción de población migrante y refugiada puede ser un objetivo de Gobierno legítimo, pero lleva consigo la responsabilidad de evitar, a toda costa, la aparición de discriminaciones (jurídica, social, laboral, económica y política) entre grupos poblacionales que ya de por sí se encuentran vulnerabilizados por las condiciones en que se viene produciendo su trayectoria migratoria y de refugio.
Por último, en tanto organización que trabaja por la protección de los derechos humanos de las personas en situación de movilidad, desde el SJM consideramos importante que el acompañamiento contemple la difusión de información confiable y, sobre todo, que sirva de herramienta para promover tránsitos seguros, protegidos y dignos.
Manuel Ruiz.
Asesor Área de Incidencia Servicio Jesuita a Migrantes